sábado, 4 de junio de 2011

Sentí la necesidad de encontrar un medio para volcar todo lo que viví en unas horas y descubrí esta hoja en blanco.
El encuentro era exactamente 21:50, pero la ansiedad mataba y cuando el reloj marco las 19:23 nos encontrábamos acomodándonos en la popular del Estadio, una vez mas. Papelitos, banderas, ilusiones, alegrías, nervios. Gente desconocida compartía las mismas sensaciones que yo. Para mucha gente era algo natural, un partido de un equipo de su mismo país, pero al que no alentaba. Para otros, era revivir un viejo momento, una nueva semifinal, con los mismos sentimientos, pero unos años después. Para otros como yo, en cambio, era algo nuevo, algo increíble, apasionante. Era seguir a su equipo desde que estaba en el vientre de su madre y saber que llegaba el día en que viviría un momento tan tenso e importante como una semifinal de su sangre, su piel. Su equipo.
Luego de horas parados, y luchando para marcar qué equipo cantaba más fuerte, Peñarol y Velez Sarsfield, pisaron el césped. Gritos, llantos, risas, recuerdos, papelitos, banderas y fuegos artificiales invadieron el Estadio José Amalfitani. Dos equipos, dos hinchadas, dos juegos y un mismo objetivo, llegar a esa final y tener más posibilidades de lograr ese triunfo que marcaría otro recuerdo, otra estrella dorada en la seda de una camiseta.
Las agujas caminaban por el reloj en la muñeca de mi papá, y las ilusiones crecían y decrecían. Cada sonar del silbato del árbitro era algo beneficiante para uno de los dos equipos, una esperanza más. Primer lesionado, primer cambio, primer fau, primer pase directo, primer gol del contrincante. El voto doble de ese punto provocó un silencio de parte de nuestro equipo azul y blanco y mis lágrimas se apoderaron completamente de mi rostro, al tiempo que sentía que mi amiga me tomaba la mano para darme fuerzas. El Estadio entero quedó mudo, y le dio lugar al equipo amarillo y negro de descargarse y sacar todo ese nerviosismo de un solo grito. A pesar de que las esperanzas bajaban era imposible pedirle a la hinchada velezana que dejara de alentar, las posibilidades eran muchas sabiendo que se enfrentaban a un equipo de primera, tan importante como Velez se mostraba día a día en cada partido jugado. Mi corazón latía a mil y por fin logramos gritar ese gol tan ansiado, cuando el partido entró en los adicionales de esos primeros cuarenta y cinco minutos. Los cantos aumentaron y el Amalfitani temblaba, ya que al equipo Uruguayo ese grito de victoria no le favorecía en absoluto. El silbato sonó y con el pecho agitado los jugadores se retiraron del campo de juego para tomar ese respiro de quince minutos. Analizando el tiempo jugado el descanso pasó rápido y los jugadores ya corrían con la pelota en sus pies y demostrando que nada era imposible. Se sumó un punto más para Velez y los rezos se contuvieron por segundos para darle lugar a ese grito que dejó sin voz a muchas gargantas. Era imposible describir todo lo que el Fortín corría para conseguir ese punto que lo llevaría al empate. Penal cobrado y mis lágrimas reaparecieron. Resbalón, penal errado y el grito de los hinchas de Peñarol al ver que había una posibilidad más de llegar a esa ansiada final. Sentí que un pulgar acariciaba mi muñeca y eso me tranquilizaba, mi compañera me entendía se ponía en mi lugar y lograba sacarme adelante. Velez corría y jugaba como lo haría un equipo en una final, demostraba que era grande y que a pesar de todo aceptaba su derrota hasta el momento. Finalmente el silbato del árbitro criticado por nosotros, dio fin al último tiempo. El festejo de Peñarol retumbó en el estadio y nuestra tristeza invadió las tribunas. Abrazaba a la bandera de mi papá de cuando era chico, lloré como nunca, inundada de tristeza e impotencia. Le agradecí a mi abuelo añorando su presencia desde el cielo, le di las gracias por estar ahí alentando el también con su camiseta y su ilusión. Me apoyé en el para avalanchas y pensé Una derrota no es caída, Velez es grande y quedó demostrado”. Aunque la impotencia era más fuerte que yo, traté de pensar en todo lo bueno. “Soy de Velez y estoy orgullosa de llevar esa sangre” pensé para mi misma. Y mientras miraba a Peñarol festejar en la tribuna contraria le dije a mi papá: “El lunes estoy acá”. Velez jugó una final, y demostró que hay que salir con la cabeza en alto y aplaudir todo el esfuerzo dado. El jueves dos de junio del dos mil once, quedó marcado en mi piel. Es un día imposible de olvidar para cualquier velezano, un día más en el que Velez mostró que deja todo en un partido, sea importante o no, en el que demostró que se juega con el corazón y no con egocentrismo como lo podría hacer otro equipo. La cicatriz está marcada y el dolor continúa. La impotencia, el dolor y la desilusión se apoderaron de mi, el llanto me venció y me desplomé a llorar nuevamente sobre mi bandera azul y blanca. Colores que describen mi vida entera. Esos colores que diferencian mi sangre a la de cualquier otro hincha. Sangre Velezana a la que nunca me voy a arrepentir de haber elegido.